Kudsi Erguner (nacido en Diyarbakır, Turquía, en 1952) es un músico turco. Se le considera un maestro en las tradiciones Mevlevíes y sufies, y es uno de los intérpretes más famosos de la flauta turca ney.
De niño, Kudsi y su padre, Ulvi Erguner, interpretaron danzas hipnóticas y espirituales típicas de la tradición sufí-Mevleví en ceremonias derviches. Comenzó su carrera musical en Radio Estambul en 1969. Durante varias décadas, ha investigado los origenes de la música otomana, que también ha enseñado, interpretado y grabado.
En la década de los setenta se trasladó a París, donde, a comienzos de la década de los ochenta, fundó el Instituto Mevlana, dedicado al estudio y la enseñanza de la música clásica sufí. Junto con el Kudsi Erguner Emsemble desarrolló profundos conocimientos sobre la diversidad de su cultura: el grupo transmite auténticas, y a menudo improvisadas formas de expresión clásica de la cultura otomana, así como un amplio repertorio de piezas clásicas y modernas que se remontan al siglo XIII.
Tomó parte en la película Encuentros con hombres notables de Peter Brook, en 1978.
LIBRO/DISCO RECOMENDADO:
La fuente de la separación
Viajes de un músico sufí
Kudsi Erguner
oozebap, 2009 - Colección Asbab (vínculos) n.º 3LIBRO + CD "Músicas de las tekke de Estambul. (Archivos de Kudsi Erguner)"
245 pags. PVP: 16 euros.
ISBN: 978-84-612-6753-8
"Al fín, un texto en castellano de este músico, de cabecera, que tantos silencios pictóricos ha llenado en mi estudio, a quien conocí en Barcelona de la mano de Juan Goitysolo, y a quien tuve la ocasión de saludar posteriormente en la Tekke de Pera en Istanbul, su ubicación espiritual habitual en la santidad del sufismo mevlevi .
Magnífico y emotivo texto, evocaciones de mi muy querido y practicado Istanbul"
Rafa Romero.
Rafa Romero.
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Kudsi Erguner, autor de 'La fuente de la separación' (Oozebap 2009)
Fragmento del libro de Kudsi Erguner.
"En Estambul, hasta una época muy reciente, la vida musical tradicional ha estado acantonada en las casas particulares, donde los maestros de música recibían cada semana a sus amigos, a sus alumnos y a algunos aficionados. Por eso mi abuelo, Suleyman Erguner, al ser un prestigioso músico de ney, recibía visitas en su casa de Yavuz Selim todos los martes. Mi padre, en tanto que hijo primogénito de la familia, retomó personalmente la tradición ancestral. Cada martes, la casa se llenaba de músicos: cantantes, instrumentistas de ud, de ney, de kemençe, de tanbur. Tales reuniones eran muy amistosas y no tenían nada de didáctico o académico. A media tarde aparecían respetables señores, de quienes más tarde supe que eran prestigiosos músicos. Al atardecer, se les servía una cena, tras la cual comenzaba la reunión musical. Podíamos así escuchar a grandes cantantes y grandes instrumentistas, no solo nosotros, los miembros de la comunidad, sino también muchos habitantes del barrio. Los que no tenían la suerte de entrar en la pequeña sala de música se quedaban en la calle, incluso en invierno y a pesar del frío. Entre esos grandes músicos se contaban cantantes como Mercid Gürses y Esat Geredeli, un aficionado al gazal cuya voz era a la vez tan sublime y tan potente que se le podía escuchar más allá de nuestra calle. Pero también Allaeddin Yavasça (todavía vivo hoy en día), un gran maestro del canto clásico que fue uno de los alumnos de mi abuelo. Entre los instrumentistas, se contaban muchos jóvenes que se han convertido desde entonces en grandes maestros.
Aparte de estas reuniones puramente musicales, las tekke fueron lugares donde encontraban su espacio la música erudita tradicional y la música propiamente sufí. Ya había sido así en otros tiempos, durante los cuales coexistían la escuela procedente de los palacios otomanos y la escuela procedente de los monasterios sufíes. Aunque la corte otomana acabó desinteresándose por la música tradicional en beneficio de la música europea, las tekke siguieron albergando a grandes músicos hasta nuestros días.
En 1925, una ley promulgada por la recién creada República Turca prohibió el sufismo (la tariqa) y todos los focos donde era puesto en práctica quedaron prohibidos.
Mi padre, como sus antepasados, pertenecía a esta comunidad. Al igual que ellos, tocaba el ney durante las ceremonias. Este espacio marginalizado, auténtica microsociedad en el corazón mismo de Estambul, vivía en un estricto secreto. Salvo las reuniones puramente musicales y absolutamente lícitas, las asambleas que pudieran contener un aspecto ceremonial o religioso (sama'), estaban estrictamente prohibidas. Motivo por el cual era indispensable que estas comunidades tomaran ciertas precauciones para no ser señaladas.
Uno de estos focos sufíes se encontraba en Edirnekapi, al límite del barrio de Fatih. Esta tekke, la de creación más reciente, fue construida por el famoso arquitecto Ekrem Hakki Ayverdi para su maestro Kenan Rufaï. El edificio de madera incluía un amplio salón de ceremonias.
Recuerdo que, durante las asambleas, miembros de la cofradía se posicionaban a ambos extremos de la calle para vigilar y avisar ante cualquier intervención de la policía. Y sobre todo, recuerdo, aunque en ese momento debía tener apenas cinco o seis años, a los ancianos con rostros luminosos, sonrientes y afables, cuyos ojos parecían siempre húmedos como si acabaran de secarse una lágrima tras escuchar el ney, la recitación de un poema o por las invocaciones que llamamos el zikr.
Cerca de nuestra casa se encontraba la tekke de Sümbül Sinan, quien fue el maestro de Suleimán el Magnífico. Allí, siendo un niño, asistí a varios sama'. El último maestro de ese monasterio se llamaba Nurullah Kiliç. Un día, mi padre me condujo ante el venerable anciano para tocar el ney ante él. Durante el camino, me dijo: “Verás, cuando yo tenía tu edad, mi abuelo me llevó a casa de este chaij igual que como hago ahora contigo. Este maestro, que fue un gran instrumentista de ney, posee una colección muy exclusiva. Tal vez aprecie tu forma de tocar, y estando ya muy mayor, quizás te regale uno de sus ney.”
Aunque nuestra visita no se justificaba solo por el interés, en nuestro fuero interno teníamos la esperanza secreta de regresar con uno de sus famosos instrumentos. Toqué pues el ney para él, y él me acarició la cabeza, tal y como había hecho con mi padre, aseverando que sería un gran instrumentista de ney. Pero nos despedimos sin ninguna de las magníficas flautas que habíamos tenido el tiempo de ojear en una vitrina durante nuestra visita... Nos enteramos más tarde de que tras su muerte, sus hijos habían vendido su colección a turistas en el Gran Bazar.
Más allá de su aspecto ceremonial, estas reuniones eran al mismo tiempo conviviales: los fieles preparaban platos y bebidas para los centenares de personas que asistían a la ceremonia. Aparte de la tekke de Rufaï, había otra en el barrio de Eyüp, barrio que lleva el nombre de un santo del islam que cayó ante las murallas de Constantinopla. Allí se encontraban también otras tekke, especialmente la de Ummi Sinan, de la cual Nasuhi Bilmen fue el último maestro. También allí, igual que en las asambleas en casa de los Rufaï, mi padre y su ney levantaban muchas expectativas, tal y como había sucedido con su padre, que había gozado de la mayor consideración entre las confradías sufíes de su época. Todos los personajes que participaban en esas reuniones formaban parte, prácticamente, de mi familia. Sus hijos eran como mis propios hermanos. Merece la pena incidir en que no había ningún antagonismo entre las cofradías. Además, la situación de prohibición se aplicaba a todas por igual.
*
Uno de los lugares que mis padres frecuentaban con asiduidad era la tekke uzbeka de Usküdar. Usküdar era entonces un pueblo pequeño en la parte oriental de Estambul. A diferencia de la parte europea que comenzaba ya a transformarse, el barrio anatolio seguía siendo muy tradicional. En la cima de una colina llamada Sultan Tepe (la colina del sultán) se alzaba un gran edificio de madera desde donde se podía descubrir, por detrás de un pequeño bosque, el Bósforo. Sobre esta colina estaban diseminadas grandes casas de madera (konak) rodeadas por anchos y maravillosos jardines.Este monasterio, que acogía cada domingo a varios cientos de personas, había tenido el privilegio, durante un periodo, de escapar en parte a las medidas de prohibición que afectaban a las comunidades sufíes. Esta es la razón: durante los conflictos anticoloniales, que condujeron a la creación de la República por Mustafá Kemal, el movimiento independentista se refugió allí. Como la ciudad de Estambul estaba ocupada por las tropas inglesas, muchos intelectuales independentistas se agruparon allí antes de unirse a los de Anatolia. Esta tekke fue considerada desde entonces un lugar histórico, en la medida en que había facilitado los primeros pasos de la República.
Allí estaba acogida la práctica totalidad de la comunidad sufí de Estambul, así como numerosos artistas, músicos y poetas. El maestro del lugar era chaij Necmeddin. En 1925, tras las prohibiciones que cayeron sobre las actividades sufíes en Turquía, el edificio y los muebles que contenía fueron confiscados por el Estado.
Mientras que varios monasterios fueron transformados en museo, como la tekke de Pera en Estambul, dedicada a Galip Dede, otros fueron transformados en mezquitas. En ese caso, el antiguo salón de ceremonias servía como lugar para la oración. Un imam, funcionario del ministerio de los asuntos religiosos, se encargaba de cada una de las nuevas mezquitas. Muchos de esos imames, diplomados por la escuela de teología puesta en marcha por el gobierno, veían al sufismo con suspicacia. Las relaciones entre las comunidades que seguían existiendo y que, pese a todo, continuaban sus actividades y los imames estaban salpicadas por frecuentes friccciones. Por ejemplo, la comunidad Kaderia vivió varios tropiezos con el imam-funcionario que los denunció por practicar ceremonias oscuras fuera de la ley. Asimismo, sucedió algo parecido con la tekke de derviches de Kütahya, donde se encuentra el mausoleo de Ergun Celebi. En ese sitio procuré, con unos amigos, organizar un sama' en 1992. Hubo quejas por parte del imam y los fieles de la mezquita, escandalizados porque tocáramos música y porque nos atreviésemos a practicar allí el baile de los derviches giróvagos. La función del edificio, que había pertenecido a la comunidad sufí, había caído en el olvido, por lo mucho que las autoridades civiles y religiosas se habían esforzado en negarla.
Se fue recurriendo a una estratagema para salvar esta prohibición. Las tekke incluían un edificio aparte reservado para el chaij y su familia. En estos monasterios “nacionalizados”, era posible alquilarle esta parte privada a la Oficina del Patrimonio. Algunas comunidades consiguieron así continuar discretamente en los lugares. Tal fue el caso para la tekke uzbeka, pero allí, excepcionalmente, el conjunto del edificio había sido alquilado integramente por el chaij Necmeddin.
El chaij Necmeddin, el maestro, había sido puesto a la cabeza de la comunidad siendo aún muy joven. Durante ese periodo, la tekke había tenido como “regente” al gran chaij sufí de la cofradía Nakshbendiya de Estambul, Kuçuk Huseyn Efendi.
La leyenda cuenta que tras la desaparición del último chaij (Ataullah Efendi), el chaij Necmeddin era demasiado joven para dirigir la comunidad, tanto desde el punto de vista material como espiritual. Se le condujo entonces ante el gran maestro sufí Kuçuk Huseyn Efendi, para hacerle discípulo suyo y que pudiera obtener el “certificado de aptitud” (icazet) que permite dirigir la comunidad.
Kuçuk Huseyn Efendi envió a su representante, Kudsi Efendi, para encargarse de la tutela de la comunidad. Kudsi Efendi era un hombre muy esbelto, elegante, de buenos modales y muy sabio. Se contaba que él y Nafiz Uncu, otro sabio de la comunidad, iban todas las mañanas a dar un paseo hasta la ciudad y, durante el camino, recitaban el Corán entero para refrescar su memoria. Elegían caminos poco frecuentados para que su recitación no se viera interrumpida por las conversaciones de posibles transeúntes.
Conocí en persona al chaij Necmeddin cuando era un jubilado de los ferrocarriles. En aquella época, se dedicaba exclusivamente a la animación de la comunidad. Era un hombre fascinante. No tenía muchos estudios, pero distaba mucho de ser un ignorante, y estaba dotado con una gran sensibilidad y una sabiduría que sin duda le había aportado la convivencia con las personalidades que le rodeaban. Su mayor satisfacción consistía en ponerse al servicio de la comunidad y, sobre todo, animar las asambleas semanales.
Aunque no tenía ninguna fortuna, su forma de vivir transmitía la sensación de cierta fastuosidad. Había arrendado una parte del edificio a uno de sus discípulos, un taxista. En esa época, los escasos coches que circulaban eran enormes Plymouth y Cadillac. El discípulo, a cambio de un precio de alquiler privilegiado, se encargaba de servir de chófer para el chaij tres veces por semana. El lunes, el chaij cenaba en la ciudad con su hijo. El martes, lo llevaba a las sesiones musicales de Göztepe. El viernes, lo llevaba a la mezquita de Karaköy. Allí, se podía escuchar al mejor recitador del Corán, Ali Efendi, que era un hombre con buen aspecto, y que a pesar de su edad, estaba dotado con una voz excepcional. Pero antes, chaij Necmeddin se paraba en un gran restaurante para comer beureck, deliciosos pasteles de queso. Le ofrecía entonces algunos a su chófer y a las personas que lo acompañaban, pero no más de doscientos cincuenta gramos. Después asistían a la oración del viernes. A continuación, iba a uno de los mejores restaurantes de kebab de Estambul, regentado por uno de sus discípulos y por fin, a un café donde se fumaba en narguile (el chaij era muy aficionado).
Una vez al año, chaij Necmeddin y algunos discípulos elegidos iban a Bursa, a unas tres horas de coche desde Estambul. En esta ciudad termal, famosa por las propiedades curativas de sus aguas calientes y sus antiguos hammames, se quedaba una decena de días. Era la ocasión que tenía para visitar a quien está considerado, todavía hoy en día, el mayor santo sufí de esa ciudad: Canib Efendi. Este hombre santo poseía una casa con un gran jardín cerca de la Mezquita Verde. Esta mezquita estaba rodeada por un bazar, del cual la mayoría de los comerciantes eran discípulos suyos.
No tenía hijos, pero tenía una cabra a la que cuidaba con una atención fuera de lo común: ésta era regularmente enjabonada, peinada, mimada. Sus cuernos y su cuello estaban adornados con collares y joyas: se la trataba como un auténtico ser humano.
Además de esta excursión a Bursa, una vez al año tenía lugar el viaje a Konya. Como el chaij era un jubilado de los ferrocarriles, él mismo organizaba el desplazamiento de la comunidad mevlevi de Estambul. Se fletaban dos vagones para la ocasión. Elegía personalmente al controlador y al restaurador del tren para que el trayecto se efectuara de la forma más agradable posible. Hay que decir que en esa época había que contar dos días para llegar a Konya.
Era un acontecimiento para toda la comunidad: los cruces poéticos y musicales provocaban enormes satisfacciones. Tuve la suerte de efectuar ese viaje tres veces. Tengo de él el recuerdo de un placer inenarrable.
Una de las particularidades del chaij Necmeddin, que velaba con mucho cuidado por el buen desarrollo de las asambleas, consistía en dar órdenes perentorias e incluso montar en cólera. Podía adoptar entonces un vocabulario bastante grosero y llamarle a alguien “hijo de asno” o “bestia”. Estas injurias, en su boca, parecían muy naturales. Un día, un coronel vestido de uniforme acudió para recibir su bendición. Al preguntar antes a sus discípulos cómo tenía que hacer para obtenerla, éstos respondieron con humor, y un poco también para burlarse del coronel: la bendición del chaij se manifiesta con sus insultos. El pobre coronel se presentó ante el chaij en plena mitad de una reunión, con la gorra bajo el hombro e inclinando la cabeza, y dijo: “Maestro, ¿puede usted concederme unos insultos?”
El chaij era un hombre íntegro. Podía decirle las cosas a la cara a alguien, con mucha franqueza y sin complicarse con escrúpulos. A la mujer de un violinista, de una familia burguesa de Estambul, que venía de vez en cuando a la tekke, le respondió, cuando ésta le dijo que la noche anterior había soñado con él: “¡Espero que, por lo menos, hayas ido enseguida a hacer tus abluciones!...”
Chaij Necmeddin había sabido crear a su alrededor un atmósfera marcada por el humor y la alegría de vivir, pero llena también de intensidad y profundidad.
No apreciaba especialmente los discursos muy intelectuales. Sus placeres consistían más bien en escuchar el Corán, un poema bien recitado o música. Se enfadaba fácilmente cuando las personas exponían su saber ante él.
Un francés, un día, fue a hacerle una pregunta de orden metafísico: “¿Puede el Maestro explicarme el sentido del Destino?” Viéndose venir un discurso sabio en demasía, el chaij se sacó una de sus zapatillas y se la tiró al desgraciado interrogador, diciéndole: “¡Este es tu destino: hacer un viaje muy largo para recibir una zapatilla en la cara!”
Por eso mismo, los intelectuales de la comunidad no eran muy apreciados por el chaij. Así era el caso de Refî Cevat Ulunay, un escritor muy conocido que redactaba artículos sobre cultura, filosofía y las artes en un gran periódico. Era, además, un orador con talento. Evidentemente, no hacían buenas migas entre los dos, y a pesar de sus muchas ganas, el pobre periodista no se atrevía a ir a la tekke. Sucedía lo mismo con Abdul Baki Gölpinarli, cuya fama universitaria había traspasado fronteras y que era el traductor de varios libros persas al turco moderno, así como un sabio reconocido de la literatura sufí.
Salvando todas las distancias, podemos encontrarnos con esta actitud en Rumi, que no apreciaba demasiado la forma de abordar el sufismo del mismísimo Ibn 'Arabi. Alguien, un día, presentó a Rumi la gran obra de Ibn 'Arabi: Futûhât al-Makkîya (Las Iluminaciones de La Meca). Durante la lectura que le iban haciendo, Rumi hizo gestos del mayor aburrimiento. Afortunadamente un cantante llamado Zeki entró en la habitación. En cuanto lo vió Rumi, exclamó: “Oh Zeki, canta un poco para mí. Ahora, se acabaron las Futûhât al-Makkîya, ¡que comiencen las Futûhât al-Zekiya!” Más allá del juego de palabras, significaba que la música debía prevalecer sobre la exégesis.
Chaij Necmeddin era un fumador empedernido. El único regalo que le podían traer los discípulos que subían a la tekke, si querían realmente agradarle, eran cigarrillos de marca “Club”, los más fuertes que se podían encontrar en Turquía.
Como no tenía una fortuna personal para correr con los gastos de la tekke, recurría a veces a ciertas tretas. A un cantante, sin problemas de dinero y cuyo mayor placer era actuar en público, le decía chistosamente: “Si te dejo cantar una vez durante la reunión, debes comprar un cordero”. Cuando quería cantar por segunda vez, el maestro agitaba dos dedos para hacerle entender que podía añadir otro cordero al primero. Estas pequeñas bromas eran también una forma agradable de sufragar los gastos de la comunidad, y especialmente la gran comida semanal. Era un prodigio que él, que sólo recibía una humilde pensión para vivir, pudiera acoger y dar de comer a tanta gente todas las semanas. Nunca, ni una sola vez, hubo una reunión en la que faltara comida o el té. Había una especie de “baraka” en lo que atañía a la gestión de la tekke.
Mi abuelo era amigo íntimo de este chaij; de hecho, su retrato, una gran foto, estaba colgado en el selamlik junto al del último chaij. Uno de sus ney estaba siempre en uno de los nichos del muro de la gran sala. De vez en cuando, iba a retirarse durante unas semanas en el monasterio.
Ese sitio era en cierto modo nuestra segunda casa. Íbamos cada fin de semana, dormíamos allí, y participábamos en la preparación de la gran comida del domingo durante la que se recibía al conjunto de los fieles. Ocurría incluso que nos quedáramos hasta el lunes. También es verdad que nuestra casa estaba bastante lejos de Usküdar. Los transportes públicos no eran entonces lo que son hoy en día. Teníamos que andar, mis padres, mis tres hermanos y yo. Era un desplazamiento de cierta entidad: teníamos que tomar un barco para cruzar el Bósforo, y a continuación subir la colina. En invierno, sobre todo, el trayecto resultaba cansino. Al no estar asfaltado el camino que conducía hasta la tekke, solía convertirse en un río de barro que acababa por meterse en nuestros zapatos.
Esta gran familia de cuatrocientas o quinientas personas con sus niños significaba para mí una felicidad plena.
Cada semana se preparaba un arroz uzbeko. Un plato compuesto de arroz, carne de cordero, zanahorias, uvas... cocinado todo junto. Esta tradición se remontaba al origen mismo de la tekke. Cuando en el siglo XVII los peregrinos uzbekos llegados de Uzbekistán se hospedaron en ese lugar, importaron su plato tradicional. La costumbre se había perpetuado durante unos tres siglos.
Nosotros, los niños, preferíamos jugar en el parque o pasearnos en el bosque situado entre la colina y el Bósforo a escuchar las conversaciones de los adultos. Pero el momento de la oración y, al atardecer, las sesiones musicales, nos atraían irresistiblemente. Llegué incluso a participar acompañando a mi padre.
No solo era un placer la preparación de la comida y las tareas que teníamos que desempeñar dentro de la tekke, sino también las que desempeñábamos fuera. Con el hijo y el nieto del chaij, íbamos a llevar arroz a la comisaría del barrio, a las casas del vecindario y especialmente a los pobres y a los taxistas que esperaban en una larga fila a la salida del barco. A estos últimos les pedíamos que subieran hasta la tekke a partir de medianoche para conducir a los fieles que tenían que volver a sus casas de Estambul.
En dicha asamblea, había personajes que se han quedado grabados en mi memoria. Quisiera evocar aquí el recuerdo de algunos de ellos para rendirles un homenaje.
Una de las figuras principales de la tekke era Nafiz Uncu. La leyenda cuenta que había sido uno de los cantantes más célebres de Estambul durante su juventud. Era el imam de Yeni Cami, la mezquita que se encuentra en la plaza de Usküdar. Toda la ciudad estaba enamorada de su voz, y la gente se agolpaba para escucharle recitar el Corán o la llamada a la oración. Este hombre bastante culto veía en la fama una trampa peligrosa. Se contaba que había hecho el voto de perder su voz para despojarse de esta fama y recuperar la intimidad con el estado de oración permanente, lo único que podía enriquecer la dicha de su fuero interno. Dios aceptó su súplica. En la época en que lo conocí, este hombre tenía una voz que solo le permitía apenas hablar. Nafiz Uncu tenía una pequeña celda justo a la entrada de la tekke. Salía sólo a la hora de comer y se retiraba inmediatamente después. Los días de asamblea, participaba en la oración en común y asistía a la reunión musical. Conservo de él un recuerdo imborrable. Apoyaba siempre la cabeza contra el muro, cerrando los ojos, con un rostro radiante por la escucha del ney o de cualquier otro instrumento, al oír un canto o las oraciones. A veces, se dejaba llevar por el éxtasis que le hacía darse ligeros golpes en la cabeza contra el muro. A causa de esta constante repetición y al estar sentado siempre en el mismo sitio, se había formado un huequecito. Nadie se atrevía a restaurar ese sitio, como forma de respeto para con él. Este hombre, adorable y enternecedor, que siempre tenía caramelos en el bolsillo para regalárnoslos, era una compañía muy grata.
Otro personaje destacado vivía también en la tekke: Tufan Efendi. Tufan quiere decir diluvio. O sea, “Señor Diluvio”. Con sus bigotes enormes, su mirada punzante y su cráneo calvo, impresionaba mucho. Vivía en una pequeña celda con solo un colchón a ras del suelo, y una tetera en una esquina. Se decía de él que había sido un mozo de carga, un mozo “de palo”. Era un empleo que ya no existía cuando era niño. Este método de carga consistía en transportar las cargas en la punta de un percha suficientemente rápido para aligerar el peso. Había sido un famoso bandido del barrio de Usküdar. La leyenda dice que tras un encuentro con Nafiz Uncu, se arrepintió y se convirtió en un personaje virtuoso, e incluso erudito. Le habían permitido vivir en una de las celdas dentro de la tekke. Vivía con una lástima por su tiempos de juventud pasados, y era muy sensible ante las bromas de los fieles que gustaban de burlarse de sus antecedentes. Entonces, avergonzado, bajaba el rostro hasta el pecho. Lo cual le daba un aspecto más serio que de costumbre.
También se encontraba allí, aún perteneciendo a otra cofradía, Aziz Cinar, que era el chaij de la cofradía Arusia. Al no tener un local adecuado, reunía a sus fieles en su domicilio. Recuerdo haber ido varias veces a su casa para asistir a sesiones de zikr o de sama'. Todos los domingos, él y toda su comunidad iban a la tekke uzbeka. Era un hombre impresionante: muy alto y con el cráneo casi rasurado, con una nariz enorme, unos espesos bigotes, y unos ojos negros y brillantes. Era muy apreciado y respetado por sus discípulos, que se precipitaban para atender hasta el último de sus deseos. Humilde y modesto, tenía un gran sentido del humor, muy refinado. Al no tener un espacio para reunir a su comunidad, le resultaba muy grato ir a la tekke uzbeka.
Llegó un momento en que ya no pudo reunir a sus discípulos en su casa. Se reunieron entonces en un minúsculo café, al lado de la mezquita de Usküdar, regentado por uno de sus discípulos. El café se transformaba así, una vez a la semana, los martes, en un lugar de reunión para derviches. Se practicaban las ceremonias del zikr. Llegué a participar en varias ocasiones con mi ney. Los otros días de la semana, la silla destinada al maestro tenía que dejarse vacía. Los clientes normales tenían cuidado de no sentarse en ella. En el caso de que alguien se sentara, el gerente daba a entender al ignorante que tal silla estaba reservada.
En esas asambleas, después de la oración y la cena, nos reuníamos en el selamlik. El chaij pedía entonces a los músicos que tocaran: ney, kemençe, tanbur... todos ellos instrumentos de la tradición mevlevi, de los derviches giróvagos, pero pertenecientes igualmente a la “música culta”. De vez en cuando Derviche Muammer, un hombre discreto al que realmente no conocía nadie, cantaba poemas sufíes acompañándose con el mazhar: un tambor sobre un marco, llenado por dentro con cadenas. El impacto de estas cadenas sobre la piel del tambor producía una vibración extraña y una polifonía rítmica extraordinaria. Durante horas, incansable, Derviche Muammer recitaba o cantaba poemas en un estado de éxtasis que transportaba a la asistencia, subyugada por una emoción que se convertía a veces en lágrimas, en danzas, en gestos. De él conservo, gracias a unos amigos, algunas huellas grabadas en esa época. Incluso esas sencillas grabaciones de archivo son suficientes para dar de nuevo vida a estas impresiones. Tales momentos musicales fueron determinantes para mi amigo Nezih Uzel y para mí mismo. De ellos proceden los conciertos y los discos que produjimos años más tarde en Europa.
Entre los cantantes y los personajes muy respetados de la tekke uzbeka se contaba también Cevdet Soydanses, que nos ha dejado, hace poco, a sus más de noventa años. A pesar de ser ya mayor en mis tiempos de juventud, había guardado un timbre de voz muy agradable y de una tesitura impresionante. Era muy apreciado por el maestro del lugar que, cada domingo, le pedía que interpretara las dos o tres canciones que le gustaban especialmente. Así esta misma:
“Mecnun gibi nâm istesek efsâne olurduk
Sahrayi cunûn olmasa divane olurduk
Birçare bulunsa mahserde dahi
Sâkini meyhane olurduk”
“Si buscáramos la fama como el loco Maŷnûn,
nos hubieramos hecho igualmente legendarios,
Si no existiera el Sáhara de las almas, la locura se habría apoderado de nosotros,
Si fuera posible, nos refugiaríamos en una taberna
incluso en el momento de ser todos juzgados”.
Era, según la opinión más extendida, uno de los momentos privilegiados de la velada. Tuve, más tarde, la ocasión de preguntarle sobre la historia de la tekke uzbeka antes de que yo la conociera, así como sobre sus recuerdos de mi abuelo.
Igual que en las otras tekke de Estambul, era necesaria cierta vigilancia para prevenir una irrupción repentina de la policía durante las ceremonias. El maestro había previsto una estratagema: conservaba siempre en la nevera una botella de raki. Al estar considerado este alcohol como prácticamente la seña de pertenencia a la República, resultaba impensable para las autoridades que fuera consumido por “fanáticos religiosos”. En el caso de una incursión policial, el chaij siempre podía sacar la botella y argumentar que se trataba solo de una fiesta entre amigos. Un día, efectivamente, se presentaron policías de paisano. El maestro, ocupado en dar órdenes a diestro y siniestro para el buen funcionamiento de la tekke, no se dio cuenta de que estaba ordenando a los representantes del orden que fueran a la bodega a cortar leña. Los policías, que habían ido a interrumpir la asamblea clandestina, se pasaron buena parte de la noche, como por arte de magia, cortando leña.
Este lugar era el único que acogía a las últimas generaciones de la comunidad sufí de Estambul.
La tekke uzbeka ya no existe, al menos en su configuración auténtica. Cuando era joven, el edificio ya estaba muy destartalado. Me acuerdo que el chaij recomendaba a los niños que evitaran saltar sobre las planchas de los pisos: éstas podían ceder en cualquier momento y atravesarnos de cuajo. Ni que decir cabe que en tiempos de lluvias, se formaban charcos por todas partes...
Recientemente, la restauración del edificio ha sido puesta en marcha por Ahmet Ertegün, hijo del primo del chaij Necmeddin, el señor Ertegün, que fue uno de los primeros embajadores de Turquía en Estados Unidos. Este embajador encarnaba un lazo político y cultural potente entre los dos países. Ahmet Ertegün y su hermano, Nasuhi, pertenecientes al lobby turco en los Estados Unidos, hicieron allí fortuna, gracias a su pasión por la música jazz. Fueron ellos quienes publicaron las primeras grabaciones de las grandes figuras del jazz, mediante la compañía de discos que fundaron, Atlantic Records.
El edificio restaurado se ha convertido en el Instituto Americano de Estudios Turcos, y el hijo del chaij no es hoy más que el conserje. Esta nueva función tuvo como consecuencia que la comunidad se viera expulsada. La alta sociedad estambulí que asistió a la inauguración ignoraba supinamente la rica y significativa historia del lugar. Hoy en día, la tekke uzbeka no es más que un edificio anodino de Estambul.
Antaño, la comunidad establecía unas relaciones estrechas con los objetos que la rodeaban. Había, por ejemplo, un armario que llamábamos siempre el armario amarillo. Ocurría a menudo que el maestro pidiera: “Véte a buscar tal o cual cosa en el armario amarillo...”; pero ese armario era verde... Nunca lo vi de amarillo. A pesar de haber sido pintado más tarde de verde, se quedó con el calificativo amarillo. Esta pequeña anécdota ilustra lo difícil que es conservar la memoria viva de un lugar, sobre todo cuando se desvía para servir unos fines que le son ajenos. Pienso a veces que unas ruinas pueden dar mejor cobijo al espíritu “vivo” de una comunidad que algunos de los palacios más suntuosos. La atmósfera que reina hoy allí se asemeja a la de un Holliday Inn. La memoria colectiva de la comunidad se ha borrado para siempre.
Ese lugar fue la tierra fértil de mi formación.
Mi nombre viene de esa tekke, de la cual fue uno de sus maestros Kudsi Efendi. Por respeto para ese personaje, mi abuelo quiso que su nieto fuera llamado Kudsi (el que pertence a lo sagrado)".
Mi nombre viene de esa tekke, de la cual fue uno de sus maestros Kudsi Efendi. Por respeto para ese personaje, mi abuelo quiso que su nieto fuera llamado Kudsi (el que pertence a lo sagrado)".
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