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martes, 23 de noviembre de 2010

Naturaleza y sublimidad en el romanticismo.

No podemos dejar de mencionar valores endopáticos tan importantes como la reflexión sobre la naturaleza que realiza el nómada romántico, así como un fenómeno vinculado a la misma como es la sublimidad como una percepción afectiva profunda en base a ciertos fenómenos que explicaremos a continuación.

Tras la experiencia racionalista, el hombre sufrirá, con respecto a la naturaleza una minimización con respecto a su grandeza. Si en el periodo ilustrado la vocación es la de aproximarse a ella para convertirla en objeto de conocimiento, ahora, la naturaleza es para el hombre una desposesión .El hombre ha perdido su lugar en el universo y por lo tanto no puede verse a sí mismo más que redimensionado en pequeñez y afectado anímicamente desde controversias introafectivas como melancolía, admiración y terror a la vez. La pequeñez del hombre ante la magnitud del universo y la incomprensión de su papel en ella , lleva al romántico a materializar en su pensamiento esta desposesión. Una desposesión en la cual la naturaleza se manifiesta con respecto a él enajenada y alejada. Pero ante la desposesión aparece forzosamente el sentimiento de retorno hacia ella, como hacia una madre, como señala evocando a Anteo, Rafael Argullol en su Atracción del abismo, una naturaleza saturniana materna, como quedará por ejemplo magníficamente reflejado en la obra poética de William Wordsworth. Pero también Argullol señala la existencia de una Naturaleza Jupiteriana y exterminadora, algo evidente y observable desde el concepto de la sublimidad.

Precisamente refiriéndose a esta relación de deseo de encuentro y reconciliación con la naturaleza, señala William Wordsworth :

A nuestra mente puede hasta tal punto
Darle forma interior e impresionarnos
Con calma y con belleza y alimento
De pensamientos elevados que
ni lenguas malvadas, ni juicios temerarios,
ni burlas egoístas, ni saludos vacíos de su afecto,
ni el tedioso intercambio de la vida,
contra nosotros podrán prevalecer,
ni la fe perturbar, que cuando vemos
colmado está de bendición en ella.

Wordsworth, tan empírico como idealista, a caballo entre la ilustración y el romanticismo (ya nos habíamos referido a él en el capítulo del racionalismo), nos invita a la observación no exenta de emoción. Activista de la naturaleza, llegará incluso a arremeter hacia una despreocupada sociedad al respecto:

Estoy convencido de que buena parte del público estaría encantado de que la prensa local, diaria y semanal de este país no se limitase a registrar las entradas y salidas de los lords, las ladies, los parlamentarios y la gente importante, y diese cuenta también de las idas y venidas de las aves.

Un emocionalismo también en la invitación que nos hace el poeta para acercarnos a ciertos paisajes donde bien seguro podamos refugiarnos en nuestra tediosa erráncia:

Hay en nuestra existencia enclaves temporales,
Que con indiscutible preeminencia preservan
Una virtud restauradora
Que penetra y nos da fuerzas para subir
Más arriba si estamos en lo alto,
Y nos levanta cuando hemos caído.

Es en el Romanticismo pictórico cuando se efectúa la gran renovación y revolución del paisaje como un asunto individual, único y experiencial del artista. Los paisajistas ingleses Constable y Turner, dedicaron casi toda su obra a este bello género, abriendo un camino duradero en el que dejaron profunda huella, que luego continuarían los pintores realistas en especial Corot y la escuela de Barbizon así como los impresionistas y un camino idóneo de evolución hacia la abstracción total.




Precisamente, Joseph Mallord William Turner (1775-1851), es artísta que se refugia en la naturaleza desde unas composiciones muy románticas, en las que destacan paisajes tenebrosos e intrincados con montañas acartonadas y nubes pesadas. Turner, acompaña a veces sus paisajes de arquitecturas complicadas o temas mitológicos. Célebres serán para la historia del arte sus clásicas campañas inglesas, sus puertos, sus marinas o sus últimas realizaciones en las que avanza premonitoriamente medio siglo en produciendo una atomización de la imagen, el color, la materia y la luz. En algunas de ellas lo figurativo, llegará a deformarse de tal manera, que se apreciará tan solo un torbellino de luz y de color, con reminiscencias panteístas, que casi llegan a ser abstracciones.

Por su parte, John Constable (1776-1837) es conocido como el paisajista de infinidad de matices en los verdes y húmedos céspedes y follajes de las tierras inglesas. Sublimes resultan sus nubes en cielos tamizados por exageradas luces solares. Sus dorados campos de trigo y sus frondosas arboledas humedecidas por tormentas de fina lluvia, aguas en movimiento también observables en ríos, puentes, molinos, lagos y charcas.

Constable es pintor de veracidad y realismo, calidez palpable y sencilla, con una gran modernidad, la de la pincelada rápida y esbozadora que hará escuela en el siglo XIX (Delacroix, Gericault, escuela de Barbizón,...).

En cuanto a la visión terrible jupiteriana de la que habla Argullol, debemos presentar sin duda el concepto de sublimidad. Al respecto, Burke, el principal defensor del concepto afirma:

En la naturaleza, las imágenes sombrías, confusas e inciertas tienen un mayor poder para suscitar en la imaginación las grandes pasiones que aquéllas que son claras y límpidas .

Con su cita, Burke anticipa algunos matices de lo que es la sublimidad, importantísimo valor añadible a la estética romántica como novedoso concepto en el plano artístico. Sublime, equivale a una elevación extraordinaria, a excelsitud, por encima de bello, majestad de la magnificencia, grandeza incomparable. Belleza de tal fuerza y magnitud, que no halla una manera adecuada de expresarse, engendrando un sentimiento de asombro y de perturbación que revela un choque violento entre una fuerza que intenta manifestarse y una forma que no alcanza a contenerla. También ligado a aquellas expresiones que, por su vaguedad o misterio, y por sus vínculos con sensaciones de terror, de miedo, de dificultad o de pena, resultan casi ininteligible para el alma humana y generan una belleza de lo sublime ante la cual prima únicamente la contemplación . Se trata de un asombro sin peligro real. Ante todo el sentimiento de lo sublime implica cierto grado de temor, un temor controlado, resultando el alma atraída y colmada por lo que contempla. As, cualquier objeto capaz de suscitar las ideas de peligro, puede ser sublime.

En lo sublime el hombre contempla el infinito, que no puede representarse de modo sensible más que mediante el arte, por ello se ha llegado a decir que lo sublime es creación del espíritu humano. Su manifestación en la vida humana se encuentra en el sacrificio, la lucha entre las pasiones y el deber, el triunfo de los sentimientos sobre el egoísmo, la ofrenda de la vida en aras de un ideal. Para que exista la emoción de lo sublime se debe experimentar un sentimiento derivado de la grandeza y que sobrepase prodigiosamente lo humano. Ante lo sublime el hombre siente su pequeñez, se sobrecoge, aunque al mismo tiempo experimenta la elevación de su espíritu. Aquí caben, entre otros, aquellos abrumadores panoramas como los que muestra Caspar David Friedrich: Un caminante sobre un mar de niebla (Ilustración nº 58) de 1818. Obra que nos muestra a un hombre de espaldas al espectador contemplando desde una cima las montañas bañadas por niebla. La imagen denota soledad, sobre todo en su mirada hacia el horizonte, todo un espectáculo ante la sublime grandeza de la naturaleza que invade las almas sensibles. Algo similar a Monje a orillas del mar de 1809 (Ilustración nº 59), pintura en la cual Friedrich nos invita nuevamente a reflexionar sobre la infinita soledad. A orillas del mar, resulta maravilloso contemplar un desierto de agua sin límite bajo un cielo cerrado en el cual se siente la ausencia de cualquier tipo de vida, tan sólo, el rumor de las olas, el soplo de aire y el movimiento de las nubes.

Otra obra paisajística de sublimidad de Friedrich, son Los acantilados de Rügen, (Ilustración nº 60) pintura que muestra los escarpados y altos acantilados de esta isla báltica situada frente a la costa alemana y que será escenario del viaje nupcial del artísta. El mar desde escarpados acantilados muestra tres personajes, dos de ellos el propio artísta y su esposa, los cuales contemplan la espectacularidad de la naturaleza algo temerosos al borde de los abismos de rocas calcáreas.

Naturaleza también presente misteriosamente en Abadía en el robledal (Ilustración nº 61) de 1810, pintura que muestra como unos monjes, en el entorno ruinoso de una antigua abadía (posiblemente la antigua iglesia de Eldena) preparan una sepultura en el tono pesimista de la luz matinal.

Naturaleza y dramatismo igualmente, como en la obra El mar de hielo (1824) (Ilustración nº 62), basada en un hecho histórico: En 1820 Edward William Parry organiza una expedición al Polo Norte con 2 naves, la Hecla y la Gripes. En la expedición, se produce un terrible naufragio que llegará a conmover a Europa. El auténtico protagonista, el paisaje de mar helado, sentido de inmensidad, majestuosidad infinita, ha vencido al hombre, incapaz de de la naturaleza, incapaz de dominarla o resistirse a ella.

Veamos algunos ejemplos pictóricos más en el mismo sentido, como el que muestra Giuseppe Pietro Bagetti en La Sacra de San Michele (1821-1828) (Ilustración nº 63), abadía próxima a Turín que se convierte en un punto importantísimo de atracción de los estudiosos de la edad media y lugar de peregrinación de artistas. El paisaje emana sublimidad, misticismo y antigüedad.

Por su parte, Joseph Mallord William Turner pinta emocionado el Temporal de nieve; Aníbal cruzando los Alpes con sus ejércitos de 1812. Pintura en la cual narra esta gesta del paso histórico de Aníbal con su ejército y 37 elefantes. Una actitud desafiante ante la naturaleza. En esta obra la naturaleza parece aplastar y envolver con su oscuridad y viento y cielo que parece caer sobre ellos.

Y qué decir de John Knox, el cual en 1835 pinta El lago Lomond (Ilustración nº 64). Pintura llena de majestuosidad que muestra desde una privilegiada vista de altura el lago desde las montañas que lo rodean.

También el noruego Johan Christian Clausen Dahl en 1819 pinta otra magnífica obra no exenta de afectación ante la magnitud de la naturaleza. Se trata de Mañana tras una noche de tormenta (Ilustración nº 65). Clausen, apasionado del mar, muestra la tragedia de un naufragio en el que aún se ven los restos de una nave. La presencia humana se muestra minimizada en relación con la naturaleza y en forma de un hombre, el naufrago, acurrucado sobre sus rodillas y de pequeño tamaño ante los inmensos bloques de piedra y la inmensidad del mar que se ve en la violencia de las olas.

Por último, mencionaremos el caso de Louis-Gabriel-Eugène Isabey, el cual en 1858 pinta una obra en la que como último ejemplo, sublimemente nos muestra El incendio del Austria (Ilustración nº 66). Un trágico episodio de naufragio en mitad del Océano Atlántico el día 13 de septiembre de 1858. Tragedia que consternó a toda Europa y en la que murieron 600 personas. Isabey, se deleita y nos deleita en la escena pictórica con la narración de los últimos momentos apocalípticos. La naturaleza parece ser cómplice del proceso de destrucción del incendio ya que se aprecian la violencia de viento y los golpes de mar contra los náufragos y la frágil nave. Algo que nos llena de una muy satisfactoria y a la vez romántica doble sensación: por un lado la certeza de encontrarnos a salvo; por otro, nuestra pequeñez y fragilidad humana.

En conclusión, los lugares sublimes reiteran a gran escala una lección inculcada típicamente con alevosía por la vida cotidiana: que el universo es más poderoso que nosotros, que somos frágiles y efímeros, y que no tenemos más alternativa que aceptar las limitaciones que atenazan nuestra voluntad; que hemos de doblegarnos ante necesidades superiores a nosotros mismos. Una fuerza mayor que la que podremos acumular jamás, realizada mucho antes de nuestro nacimiento y dispuesta a continuar mucho después de nuestra extinción. Un valor de eternidad, fuera de tiempo en torno al cual vibran sentimientos como el amor, la aventura y la felicidad. Sentimientos de trascendencia que no se encuentran en las ciudades ni en los campos cultivados y hacia los cuales hay que dirigirse por lo satisfactorio en su contemplación con un talante de aventura en lo estrictamente nómada viviendo el presente y olvidando el pasado y el futuro.

Podríamos seguir analizando algunos valores endopáticos más en el contexto intuicionista, pero vale la pena continuar en nuestra andadura y dirigirnos ya cada vez más hacia la contemporaneidad a través de un proceso que iremos analizando a lo largo del próximo capítulo. Veamos no obstante y antes de acabar, los últimos coletazos del intuicionismo en un complejo contexto ubicado en la segunda mitad del siglo XIX, época de transformaciones políticas y económicas que lo debilitaron en su potencial para potenciar otras formas estéticas afines y distantes.

La segunda mitad del siglo XIX, trajo una gran transformación política y social a Europa. Para comenzar, la revolución francesa de 1848 ocasionó el establecimiento de la soberanía popular y la instauración del cuarto estado, así como el sufragio universal. Una serie de sustanciales planteamientos de una transformada sociedad en la cual sobretodo merece destacar la entrada en escena del proletariado y sus frescas ideologías comunistas y socialistas. Son los comienzos del enfrentamiento entre los movimientos obreros y la burguesía capitalista y su conocida consecuencia inmediata en el seno de la revolución industrial: las grandes desigualdades sociales. A todo ello y como resultado en gran medida se manifestaron los grandes movimientos migratorios y los cambios en los poderes europeos: así Francia pasó a ser definitivamente una república y Alemania en 1870 emergió como una nueva nación. Asimismo, el Imperio Austro-Húngaro inició su declive hacia una próxima y anunciada desintegración e Italia pasó a ser un territorio unificado por Cavour, Garibaldi y el rey Victor Manuel. Por parte, Inglaterra se aisló en su particular autarquía victoriana, caracterizada por su afán de progreso, desarrollo industrial y estabilidad en términos generales.

En el ámbito intelectual, frente al preponderante idealismo hegeliano que tan bien sirvió al potencial romántico, aparecieron los movimientos materialistas: el positivismo de Compte y el marxismo de Karl Marx, ambos atendiendo en sus bases conceptuales estrictamente a los hechos y produciendo en la intelectualidad un nuevo ideario de intenciones en el arte: un giro radical hacia un realismo absoluto, respaldado además por los nuevos avances científicos y técnicos. Así, La pintura que es mayoritariamente a lo que nos referimos en este estudio, pero en general en cualquier manifestación artística, las artes van a mostrar la existencia inmediata de lo real en sus más mínimos detalles, un realismo que socializará al artista en su intento de reflejar fielmente y sin afecciones la vida del trabajador en los campos y en las fábricas, desligado de lo sobrenatural, la espiritualidad, la trascendencia y la sublimidad románticas.

Nuevamente cabe aquí el análisis reflexivo que desde un punto de vista estético debe realizarse cada vez que se producen cambios en la historia del arte. Ante el exceso anímico e introafectivo, el intelectual, el creador, se decanta hacia lo prosaico. El artísta, alejado de las idealizaciones precedentes, que le producen por su excesiva dimensión aburrimiento y hastío, se aventura en nuevas propuestas nómadas, de cuestionamiento del hábitat dulzón y desaliñado del intuicionismo, para profundizar en fórmulas procedentes de sus endopatías, sus sentimientos profundos, aquellos que deben altruistamente cambiar el mundo, más aun, el universo. El estilo Realista, prosaicamente, alejará al artista de las idealizaciones y fugas románticas para sumirlo en no menos apasionantes fórmulas, las cuales, aunque resulten frías, en realidad responden a una exhaustiva observación del mundo y del hombre, ciñéndose a los hechos, presentando lo evidente como objeto de reflexión. Esta opción, libre de intervenciones enajenantes y oníricas se propone presentar el hombre al hombre .

No obstante, prevalecerán, como ya hemos señalado, intentos afectivos en manifestaciones artísticas que consideradas postrománticas muestran todavía la capacidad de la emoción y el misterio endopático del creador como en el caso del simbolismo: auténtica oda nuevamente a la espiritualidad, imaginación y sentimiento a través del símbolo y la alegoría. Al respecto, y en el sentido de una continuidad romántica, en 1885 el poeta Jean Moréas defenderá en el manifiesto simbolista, valores que nos remiten nuevamente al intuicionismo más primigenio, los cuales insisten en exaltar la idea de lo metafísico y lo espiritual a través de un arte ideal e irreal, más allá de toda norma realista y naturalista . Intentos herederos del nomadismo endopático romántico que preconiza la ruptura social desde la defensa de los sentimientos más profundos del ser humano, algo que comparten en este periodo finisecular al igual que los simbolistas, los británicos prerrafaelitas, que llenan su corriente de ideales de ensueño, fantasía, lirismo y trascendencia a través de obras que nos conducen sin diferencias con el Romanticismo a mundos imaginarios procedentes de la leyenda y la espiritualidad. Espacios pictóricos en los que nuevamente la protagonista es la mujer idealizada, enigmática, bella y femenina .

Los estilos en conclusión irán cada vez durando menos en el tiempo y dispersándose más en el espacio, formando todos ellos un mosaico múltiple y diverso que se extenderá hasta nosotros. La Racionalidad y su empirismo y el Romanticismo con su intuicionismo como bien sabemos han sido la anticipación de tendencias y contradicciones que dominarán la cultura moderna. Ambos valores fraguados en el margen de dos siglos que hemos observado atentamente con la voluntad de presentar un proceder, el que presentamos en su momento como nomadismo y cuyo origen se encuentra en los más profundos y recónditos limites fundantes del ser, sus sentimientos.

Ahora, debemos ya, sin perder de vista que el fenómeno del nomadismo es inherente al artísta pues su razón de ser y actuar se encuentra en sus sentimientos, sumergirnos en quizás la más apasionante aventura del conocimiento del arte. Pasar el umbral que nos lleva a esa vorágine trayectoria por la que se moverá la creatividad hasta nuestros días: pasión, concepto y controversia. Ahora es cuando el devoto del arte debe abrir más los ojos y no bajar en ningún momento la guardia, pues lo que le espera es categóricamente sustancial y en su complejidad aparece hasta la saciedad y con más evidencia que nunca una conciencia y una acción de corte nómada; pues a partir de ahora el arte será más que nunca itinerario ignoto de la psique del artista.

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