Desde el pesimismo como valor endopático romántico la muerte ha quedado esbozada. Una muerte despreciada en ocasiones y ansiada en otras, en este último caso forzando su aparición a través del suicidio, como una victoria sobre ella, o una dulce comunión iniciativa, ritual y diversificada con la misma (pues existen también tantos talantes diversos en el suicidio, como talantes diversos hay en el hombre) . Pero quizás más preocupante que ella, lo es el misterio de lo que hay más allá, pues si algo es temido es lo incierto, e incierta o dudosa es la trascendencia, que no la muerte, que es la más categórica de las certezas.
Vivir, ¿para qué?, esta es una pregunta que constantemente se formula el individuo de perfil pesimista en el romanticismo. La vida para él, desde dicha reflexión, es desesperanzadora pues se halla impregnada irremediablemente de angustiosa melancolía e incontrolable desesperación. Algo acentuado en este bien llamado mal de siglo, época de hastío, cansancio ante la vida, fracaso y angustia , emociones experimentadas a través de los tormentos individuales del hombre.
El nómada, pues, ante tal panorama, establecerá si puede , numerosos y diversos mecanismos de compensación frente al pesimismo y la angustia que provoca la muerte, y lo hará como un auténtico rebelde . Lanzándose a un nomadeo creativo hacia diferentes frentes, como entre otros, hacia la desenfrenada fabulación, hacia la construcción de mundos inimaginables en su riqueza y hacia numerosos anecdotarios ficticios. Y lo hará a través de un mecanismo vital y dinámico, experimental, de búsqueda y consecución a través de la Acción, entendida como la manifestación de una fuerza material o de una idea. La vida y la muerte en definitiva como objetos de conocimiento .
Pero, si los mecanismos compensatorios son insuficientes y no llevan a ningún puerto (algo bastante probable), rechazará ante el fracaso sin más el mundo dándole la espalda egóticamente, refugiándose en fórmulas evasionistas radicales e incluso llegando en una actitud extrema a abandonar voluntariamente el mundo . Ante la vida: dolor y muerte. Combinación constante del pesimismo intuicionista como nos mostrarán los románticos en infinidad de sus obras.
En 1814, Antoine-Jean Gros pinta una excelente obra conocida como el Coracero herido (Ilustración nº 19), una obra clave de la pintura romántica. En una trágica escena, Gros nos pone frente a un soldado en medio de una humareda en grandes y retóricos contrastes de luz y tonos oscuros de excelente factura. Fuera de formalismos, su interés es hacernos sentir un profundo sentido de aislamiento frente a una inminente y sorpresiva muerte, la de este combatiente herido descabalgado de su corcel y que empieza a flaquear ante el efecto de su herida mortal, la cual apenas se aprecia. Gros nos lleva de la mano ante el drama del fin de la existencia, como impotentes espectadores de algo que aparentemente es ajeno, pero en esencia patrimonio de todos.
Y es que pocos se atreven a enfrentarse a ella como concepto a diseccionar fríamente, como evidencia de lo irremediable. Tan solo un puñado de héroes inmunizados, aquellos que ya no se ruborizan ante la misma pues la han convertido en objeto de conocimiento desde su latente presencia en su interno, algo que ya no se puede esconder ni maquillar .
Muerte como la que, con igual maestría e impulso nos mostrará Géricault (1818-1819), en La balsa de la Medusa (Ilustración nº 20). Un episodio naval heroico, tan cargado de connotaciones pesimistas como optimistas, el auténtico estado de la cuestión es una evidente dualidad vida-muerte, simbolizando la victoria y el fracaso, morir y sobrevivir. La pintura en cuestión, ilustra lo acontecido en el año 1816, cuando el barco gubernamental francés Meduse, naufragó rumbo a la entonces colonia del Senegal tras un cruento motín. Muy pocos de sus tripulantes lograron salvarse. Después de muchos días a la deriva en una improvisada balsa, el cuadro muestra cuando los náufragos avistan el barco de salvamento, el Argus, mostrando contraste de emociones entre los que han conseguido mantener su frágil vida y los que irremediablemente la han perdido.
Ante la rotundidad por mostrar el sufrimiento, uno no puede hacerse más que una pregunta ante la excelencia de esta obra de Gericault: ¿Acaso no somos todos náufragos? En 1820, cuando Gericault murió, se encontraba todavía más cerca del sufrimiento humano, obsesivamente, realizaba una serie de retratos de enfermos mentales, lo cual pone de manifiesto el interés de los artistas románticos por los trastornos psíquicos y la neurosis, atracción indiscutible por una doble consideración, por un lado por encontrarse cara a cara con el dolor de la locura pero por otro por observar la misma como una atractiva forma de enajenación y huida. Un exilio patológico, pero en definitiva, un exilio.
Delacroix, también hace de la muerte un territorio de estudio de la dimensión humana. Quizás muchas obras de este genial pintor nos muestren el fin de la existencia con mayor o menor crudeza, pero podríamos destacar en su producción de madurez una obra relevante al respecto como es la Muerte de Sardanápalo (1827) (Ilustración nº 21), exuberante obra pasional de gran colorido, violencia y fantasía. Delacroix nos coloca ante ella para mostrarnos una tragedia: La decisión que toma un rey Asirio de la antigüedad, ante el acoso de los Medos y su muerte segura, de destruir sus posesiones incluidas sus esposas antes de suicidarse. Mujeres, esclavos, caballos joyas y telas combinados en una composición delirante, casi orgiástica donde el sufrimiento más fuerte no es el de la muerte generalizada de los numerosos personajes, ni tan siquiera la de un rey agonizante, la muerte trágica es la muerte de las convenciones, la perdida del poder, de la grandeza. La renuncia al todo.
Y que decir de Francisco de Goya y Los fusilamientos del 3 de mayo (Ilustración nº 22) de 1814 en los que nos describe con respiración contenida y escalofrío lo acontecido la noche del 3 de mayo de 1808, cuando el pueblo insurrecto de Madrid, se alza en armas frente al invasor ejercito francés de Murat. Éste, maltrecho, es contenido y aniquilado por la máquina bélica napoleónica. Goya pinta el momento más trágico, el momento en el que los compatriotas con rostros desencajados ante lo que ha de suceder, sobre cadáveres de otros ya caídos, esperan ser fusilados. Nuevamente la vida que se va, peor aún, es arrancada desde el sinsentido.
Muerte, como cuando Joseph Mallord William Turner nos deleita con su obra La batalla de Waterloo (1818) (Ilustración nº 23). Una oda a los caídos en combate, agolpados en un abigarrado primer plano de dolor, cadáveres amontonados sin vida. Turner acudió personalmente a Waterloo (Bélgica) para sentir el lugar donde se había producido la derrota de Napoleón. El cuadro es un escenario de desolación con el campo iluminado por una efectismo lumínico que permite ver a los caídos y moribundos olvidados a su destino.
Y lejos de la acción y en términos más intimistas, y a manera de colofón, la Ofelia (Ilustración nº 24) de John Everett Millais. Una oda al dolor de la irrazón, la locura que lleva a la Ofelia de Hamlet de Shakespeare al trágico suicidio. Soledad en definitiva ante la incomprensible muerte.
Vivir, ¿para qué?, esta es una pregunta que constantemente se formula el individuo de perfil pesimista en el romanticismo. La vida para él, desde dicha reflexión, es desesperanzadora pues se halla impregnada irremediablemente de angustiosa melancolía e incontrolable desesperación. Algo acentuado en este bien llamado mal de siglo, época de hastío, cansancio ante la vida, fracaso y angustia , emociones experimentadas a través de los tormentos individuales del hombre.
El nómada, pues, ante tal panorama, establecerá si puede , numerosos y diversos mecanismos de compensación frente al pesimismo y la angustia que provoca la muerte, y lo hará como un auténtico rebelde . Lanzándose a un nomadeo creativo hacia diferentes frentes, como entre otros, hacia la desenfrenada fabulación, hacia la construcción de mundos inimaginables en su riqueza y hacia numerosos anecdotarios ficticios. Y lo hará a través de un mecanismo vital y dinámico, experimental, de búsqueda y consecución a través de la Acción, entendida como la manifestación de una fuerza material o de una idea. La vida y la muerte en definitiva como objetos de conocimiento .
Pero, si los mecanismos compensatorios son insuficientes y no llevan a ningún puerto (algo bastante probable), rechazará ante el fracaso sin más el mundo dándole la espalda egóticamente, refugiándose en fórmulas evasionistas radicales e incluso llegando en una actitud extrema a abandonar voluntariamente el mundo . Ante la vida: dolor y muerte. Combinación constante del pesimismo intuicionista como nos mostrarán los románticos en infinidad de sus obras.
En 1814, Antoine-Jean Gros pinta una excelente obra conocida como el Coracero herido (Ilustración nº 19), una obra clave de la pintura romántica. En una trágica escena, Gros nos pone frente a un soldado en medio de una humareda en grandes y retóricos contrastes de luz y tonos oscuros de excelente factura. Fuera de formalismos, su interés es hacernos sentir un profundo sentido de aislamiento frente a una inminente y sorpresiva muerte, la de este combatiente herido descabalgado de su corcel y que empieza a flaquear ante el efecto de su herida mortal, la cual apenas se aprecia. Gros nos lleva de la mano ante el drama del fin de la existencia, como impotentes espectadores de algo que aparentemente es ajeno, pero en esencia patrimonio de todos.
Y es que pocos se atreven a enfrentarse a ella como concepto a diseccionar fríamente, como evidencia de lo irremediable. Tan solo un puñado de héroes inmunizados, aquellos que ya no se ruborizan ante la misma pues la han convertido en objeto de conocimiento desde su latente presencia en su interno, algo que ya no se puede esconder ni maquillar .
Muerte como la que, con igual maestría e impulso nos mostrará Géricault (1818-1819), en La balsa de la Medusa (Ilustración nº 20). Un episodio naval heroico, tan cargado de connotaciones pesimistas como optimistas, el auténtico estado de la cuestión es una evidente dualidad vida-muerte, simbolizando la victoria y el fracaso, morir y sobrevivir. La pintura en cuestión, ilustra lo acontecido en el año 1816, cuando el barco gubernamental francés Meduse, naufragó rumbo a la entonces colonia del Senegal tras un cruento motín. Muy pocos de sus tripulantes lograron salvarse. Después de muchos días a la deriva en una improvisada balsa, el cuadro muestra cuando los náufragos avistan el barco de salvamento, el Argus, mostrando contraste de emociones entre los que han conseguido mantener su frágil vida y los que irremediablemente la han perdido.
Ante la rotundidad por mostrar el sufrimiento, uno no puede hacerse más que una pregunta ante la excelencia de esta obra de Gericault: ¿Acaso no somos todos náufragos? En 1820, cuando Gericault murió, se encontraba todavía más cerca del sufrimiento humano, obsesivamente, realizaba una serie de retratos de enfermos mentales, lo cual pone de manifiesto el interés de los artistas románticos por los trastornos psíquicos y la neurosis, atracción indiscutible por una doble consideración, por un lado por encontrarse cara a cara con el dolor de la locura pero por otro por observar la misma como una atractiva forma de enajenación y huida. Un exilio patológico, pero en definitiva, un exilio.
Delacroix, también hace de la muerte un territorio de estudio de la dimensión humana. Quizás muchas obras de este genial pintor nos muestren el fin de la existencia con mayor o menor crudeza, pero podríamos destacar en su producción de madurez una obra relevante al respecto como es la Muerte de Sardanápalo (1827) (Ilustración nº 21), exuberante obra pasional de gran colorido, violencia y fantasía. Delacroix nos coloca ante ella para mostrarnos una tragedia: La decisión que toma un rey Asirio de la antigüedad, ante el acoso de los Medos y su muerte segura, de destruir sus posesiones incluidas sus esposas antes de suicidarse. Mujeres, esclavos, caballos joyas y telas combinados en una composición delirante, casi orgiástica donde el sufrimiento más fuerte no es el de la muerte generalizada de los numerosos personajes, ni tan siquiera la de un rey agonizante, la muerte trágica es la muerte de las convenciones, la perdida del poder, de la grandeza. La renuncia al todo.
Y que decir de Francisco de Goya y Los fusilamientos del 3 de mayo (Ilustración nº 22) de 1814 en los que nos describe con respiración contenida y escalofrío lo acontecido la noche del 3 de mayo de 1808, cuando el pueblo insurrecto de Madrid, se alza en armas frente al invasor ejercito francés de Murat. Éste, maltrecho, es contenido y aniquilado por la máquina bélica napoleónica. Goya pinta el momento más trágico, el momento en el que los compatriotas con rostros desencajados ante lo que ha de suceder, sobre cadáveres de otros ya caídos, esperan ser fusilados. Nuevamente la vida que se va, peor aún, es arrancada desde el sinsentido.
Muerte, como cuando Joseph Mallord William Turner nos deleita con su obra La batalla de Waterloo (1818) (Ilustración nº 23). Una oda a los caídos en combate, agolpados en un abigarrado primer plano de dolor, cadáveres amontonados sin vida. Turner acudió personalmente a Waterloo (Bélgica) para sentir el lugar donde se había producido la derrota de Napoleón. El cuadro es un escenario de desolación con el campo iluminado por una efectismo lumínico que permite ver a los caídos y moribundos olvidados a su destino.
Y lejos de la acción y en términos más intimistas, y a manera de colofón, la Ofelia (Ilustración nº 24) de John Everett Millais. Una oda al dolor de la irrazón, la locura que lleva a la Ofelia de Hamlet de Shakespeare al trágico suicidio. Soledad en definitiva ante la incomprensible muerte.
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