MORIR
Morir en enero, pensando en diciembre.
Morir en ayunas con el estómago lleno.
Morir bajo una pesada piedra con inscripciones parsis.
Morir barriendo una calle en Antioquía.
Morir como los viejos relojes centro-europeos, en la herrumbre del olvido.
Morir como los petroleros rumanos, varados en el mar negro.
Morir en un daimler-benz aplastado y explosionado
a trescientos kilómetros por hora en una autopista alemana.
Tal vez bajo las estrellas del caliente Isfahan.
Morir buscando en la prensa titulares de esperanza,
tal vez ahogado en una mezcla de agua de mar y petróleo
en algún punto remoto entre Montevideo y Buenos Aires.
Morir observado por los mirlos negros que defecan alineados
en el cable de algún viejo telégrafo.
Morir en un campo de crisantemos intuyendo la silueta de las antiguas mezquitas.
Morir en Anatólia con los pies llenos de barro incendiado.
Morir con el murmullo brotante de las aguas de los arrayanes cordobeses.
Morir en la Plaza Roja en un ígneo agosto: un último recuerdo,
Dostoievsky y los frescos Urales.
Morir recitando a Goethe en la cima del Montblanc, extasiado como Le Corbusier
cuando descubrió el Empire State.
Morir en una cajita de plata,
minimizado, en silencio, en la nada de cualquier momento.
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