Algunas mañanas, antes de dirigir la mirada hacia las grises calles de Istanbul, el viajero deberia, si desea gozar de un gran espectáculo, observar los cielos en sus magnificentes amaneceres. Si los vientos son prósperos del sur, el Mar de Mármara arranca glaseadas formaciones de nubes desde los Dardanelos, cual lluvia de plumas arrancadas de las alas de la Victoria de Samotracia. Entonces, si nos encontráramos en una atalaya con vistas privilegiadas a esta polis, podríamos ir bajando la mirada lentamente para observar la vida a pie de calle.
Las calles, en esta repetida parte de la ciudad, llámese Galata, Pera, Eminonu o Aksaray, se estrechan laberínticas como un capricho de un urbanista embriagado por el espíritu dionisíaco. Tiempos atrás, esta polis fue testigo de marinos y nómadas que se aproximaron cautelosos a las puertas del Mar Negro. Temieron caer en las fauces de numerosos monstruos que lo habitaban, aún así asomaron sus navíos en cada vez más largas incursiones hasta llegar a tierras bárbaras donde el problema dejó de ser aquel bestiario para serlo la proliferación hostil de guerreros despiadados. Curiosamente, la estrechez y la oscuridad de las mismas, era contrariamente proporcional a la hospitalidad de sus habitantes, hospitalidad por cierto correspondida insistentemente a través de numerosos mensajes escritos, arañados en aquellas gruesas paredes de mortero de cal. El ser humano insiste e insiste con sus lemas sobre la roca, y aunque generalmente suelen ser alegorías a la vida, al amor, a la paz y al bienestar, el trasfondo, trágico, no deja de ser el dejar constancia de nuestra fragilidad y efimeridad. Allí, fechadas se encuentran frases en árabe, hebreo, catalán, inglés, sueco y tantas otras maneras diferentes de decir lo mismo. Frases de bienvenida, también de despedida...parsi, armenio, algún que otro “god bless américa” cerca de un “forza Inter”, caprichos introafectivos del ser humano.
Apenas sin noción de tiempo y menos de espacio, las paredes de aquellas laberínticas calles, sudaban como todos los veranos,...sus razones tendrían. Curiosamente proliferaban las grandes telas de araña elípticas movidas armoniosamente por los aires removidos por algún que otro viejo y ruidoso aparato de aire acondicionado, herrumbre lujosa de más de una barbería, nunca mejor dicho, por aquello de que allí ni más ni menos se rasuraban exclusivamente barbas. Las telas de araña únicamente eran deshechas por el histericismo de alguna que otra tetuda turista teutónica, tal vez norteamericana, encorsada en una ridícula estética de tirantillas y shorts cual estuviese en Cancún o Rio. Aquellos descendientes de los Otomanos, muy al contrario, habían conseguido convivir simbióticamente después de siglos, tal vez milenios con los arácnidos, puesto que sabiamente, estos eran los idóneos depredadores de moscas y mosquitos estivales, que precisamente y curiosamente escaseaban en aquellas callejas de relato de Nerval.
También abundaban los nidos de palomas, nuevamente y desde la funcionalidad, fábricas de guano, perfecto adobo para las minúsculas huertas interiores de las casas, lo suficiente para tener al menos el fundamental tomate y pepino necesario para los “mezze” del estío. También paseaban por aquellas escenografías plásticas algún que otro felino, no tan escuálidos como se esperara, cabe recordar el respeto por estos animales por parte de los sultanes otomanos, tal vez desde aquella reflexión sufí, la cual utiliza al gato como metáfora sabia de la búsqueda de la felicidad:
El gato joven persigue girando insistentemente sobre si mismo, coger su propia cola...jamás lo consigue. El gato viejo ya no insiste pues sabe que la cola la tiene siempre. Metáfora en la que el gato es el ser humano y la cola la felicidad...mientras más se persigue nunca se tiene, cuando paradójicamente siempre nos acompaña.
También abundaban los nidos de palomas, nuevamente y desde la funcionalidad, fábricas de guano, perfecto adobo para las minúsculas huertas interiores de las casas, lo suficiente para tener al menos el fundamental tomate y pepino necesario para los “mezze” del estío. También paseaban por aquellas escenografías plásticas algún que otro felino, no tan escuálidos como se esperara, cabe recordar el respeto por estos animales por parte de los sultanes otomanos, tal vez desde aquella reflexión sufí, la cual utiliza al gato como metáfora sabia de la búsqueda de la felicidad:
El gato joven persigue girando insistentemente sobre si mismo, coger su propia cola...jamás lo consigue. El gato viejo ya no insiste pues sabe que la cola la tiene siempre. Metáfora en la que el gato es el ser humano y la cola la felicidad...mientras más se persigue nunca se tiene, cuando paradójicamente siempre nos acompaña.
Lo que no faltaba en aquellas calles, eran también las marañas de hilo telefónico. También ventanales y balconadas, azoteas pobladas hasta la saciedad, avenidas blancas, de tendederos de sábanas, contraste con los azules celestes escarchados por las nubes viajeras que dejaban Europa para morir en Asia. Tampoco faltaba el agradable olor matinal del azahar y el del humeante té de manzana, en alguna esquina mezclado por el profundo olor hormonal felino. Algunos dormían en el Istanbul de los sueños románticos y pesados, otros se precipitaban a la vida de vigilia hiperactiva, unos eran el Topkapi anclado en el tiempo, otros el ir y venir de los transbordadores por el Bósforo. De pronto, alguna sombra parecía hacerse vida, al dar forma a un aguador, caballero medieval, armadura de latones cincelados en la vehemencia de calurosas fraguas. Aquel hidalgo trotamundos, ofrecía agua fría a los acalorados turistas, mientras un ratón en un polvoriento almacén roía los sacos de yute llenos de dorado grano anatolio, un búho con un ojo abierto y otro cerrado parecía simbolizar nuestro contraste de estupidez y sabiduría. Algún quejido de intramuro pudiera ser la queja de una nueva paridera, una nueva vida, un nuevo hijo de la polis, un hincha más del Galatasaray. Un viejo tendero de ultramarinos, nunca mejor dicho, pues Istanbul y el mar con su actividad mercantil y comercial, fueron siempre un mismo cuerpo, conocedor de su cada vez más molesto parkinson, cuenta manoseando una y otra vez las monedas cobrizas que denotan por su desgaste lo exageradamente activa, aunque no lo parezca, de la vida en estas calles. Algún que otro “turkish Deli”, enganchado con sus gómas y azúcares a la sandalia nuevamente de algún que otro despistado turista, devorador de panecillos más bien ácimos rellenos de pescados braseados en la misma barca que los capturó. Otros, libando en las grandes sandías que llegan de las huertas de Izmir,...siempre me gustó ver a los nórdicos comiendo, devorando melón y sandía, frutas de verano, siempre pensé que ante la crudeza de sus inviernos, estos momentos hedónicos se hacían necesarios. Y en todas las esquinas los limpiabotas, pueriles kurdos. Es curioso, a muchos turistas se les recomienda que para evitar ser molestados por los limpiabotas, auténticos clanes familiares, visiten estos lares calzando simples sandalias. No saben que existe el virtuoso limpia-sandalias, capaz de dar lustre a este complemento de proximidad térrea sin manchar nuestra piel, es decir, sin pigmentar la desnudez de nuestras carnes y durezas. Vale la pena probar la experiencia.
Estas calles, en su simple complejidad, son en si un universo, mejor dicho “el universo”. Cualquiera que pueda pasearlas y disfrutarlas olvidando simplemente todo lo aprendido en su vida y substituirlo rápidamente y sin prejuicios por tantos néctares, pasiones, amores y razones.
Istanbul debiera ser un tatuaje obligado en la piel de todos sus practicantes.
Rafael Romero.
Istanbul.
No hay comentarios:
Publicar un comentario