Cada
día me resulta más difícil escribir sobre mi pintura, sobretodo
porque esta se articula estrictamente en el plano emotivo y
precisamente esta dimensión es extensamente compleja y cada vez más
inconmensurable. No obstante, creo que merece la pena un esfuerzo
explicativo añadible al proceso y hecho artístico, para que
aquellos a los que les haga falta una mayor concreción, la
encuentren, quizás aquí, en estas palabras.
Mi
facto
pictórico, entendido como un mero retrato vivencial y experiencial,
fenomenología de principios sensibles, parte siempre como en todos
mis otros haceres, de una convulsión anímica sistemática:
Frente
al paradigma en estos tiempos de ética light, pintar es hoja de
ruta, medicina nectárea paliativa. Si el mundo puede perder su
inquietud metafísica, el artista no.
Así,
el arte deviene desde este punto de vista, en gran medida, activismo
revolucionario, de cuestionamiento hacia un hábitat hostil e
insoportable para el ser humano (sobretodo agresivo hacia su
dimensión moral y afectiva). Pero a diferencia de otros activismos
políticos y dialécticos, dinámicos e inquietos, este activismo es
mucho más sutil, silencioso, poético, pequeño y mínimo. Y no por
ser calmado y cauto, menos eficaz. Desde mi particular entendimiento,
es pues, el arte, naturaleza metafísica y nostalgia de
trascendencia, interpretación y posicionamiento del individuo
respecto al papel que le toca desarrollar en este mundo.
Así,
he tratado de pintar el conjunto idiosincrásico de mis emotividades;
algo que solo se produce cuando en la vivencia de las mismas,
aparecen las sensaciones del descubrimiento (descubrir que todas las
cosas son la misma cosa) además del reconocimiento (reconocer que
todos los hombres son el mismo hombre). En pensamiento, podría
remitirse todo ello a términos intuicionistas en cuanto a una lucha
contra la imperfección general del hombre, o mal metafísico
derivado de su naturaleza incompleta y del hecho de ser una mera
frágil criatura. Es más, podríamos añadir como fenómeno
introafectivo, una consecuencia, en base a todo ello, de naturaleza
misantrópica.
Pero
alejándonos de toda esta retórica, la propia del sentirse vivo y
combativo, no puede más que aparecer en la caprichosa dualidad
humana, otra retórica, la propia del considerarse limitado y por
tanto próximo a la muerte:
¿Acaso
no es en definitiva la sed de vida la que impulsa al ser, en su
pleno conocimiento y dimensionamiento, hacia la trascendencia?.
¿Quién es artista ajeno a tal categoría?: Nadie, pues en
conclusión, el más importante, el grave y urgente problema de la
vida y la ausencia de esta, es la insoportable levedad del ser, la
muerte, la cual pesa aún más precisamente en estos momentos de
áridas e infértiles interioridades. Y así, en yuxtaposición, la
vida, al menos la del artista, la de este artista, es un proyecto de
construcción de un camino de plenitud hacia el infinito.
Es
por ello que en estas idas y venidas de años pictóricos, aparecen
insistentemente en diferentes series y temáticas, la errancia, el
abandono del incómodo y tedioso habitáculo para buscar el
confortable hogar; las naturalezas atemporales trasgresoras de la
contemporaneidad, el refugio en otras épocas, en otras culturas y
sociedades. El constante anhelo de lo lejano, de lo distante, de lo
exótico. También la valiosa posibilidad de conocer la experiencia
de otros para vivirla como propia. En fin, aparecen constantemente en
mi ser tantos nomadismos pasionales y fantásticos, con sus
optimismos y pesimismos, heroicidades, melancolías, escepticismos,
amores y desamores y otras épicas…
…Mi
corazón era como un viejo petrolero rumano camino del Mar Negro.
O
como un saco de dátiles cruzando el Estrecho.
…Quisiera
ser estatua griega
De
paseo arqueológico
y
fuente serena.
Ciprés
toscazo.
Cúpula
de mezquita.
…Pasé
mi vida cual tragedia en Epidauros,
como
comedia en Verona,
como
asesinato en Orán
como
caja de Pandora.
Fragmentos
del Poemario Extraño. Rafael Romero, 1997.
Vestida
de una premeditada retórica de ingenuidad y evidencia, la cual puede
resultar anecdótica si no se profundiza más allá del “primo
viso”, mis últimas obras, paisajes marinos, ciudadelas desiertas,
noches insistentemente estrellladas, se articulan en torno a una idea
muy particular de paisaje, personal e intransferible (como todo lo
emocional). Pero estos paisajes, o lares de aparente idilísmo,
resultan, o al menos así lo pretenden, ser territorios del olvido,
del abandono, de la solitud más extrema e inimaginable. Pero no en
un sentido peyorativo, trágico, melancólico…Tal vez sean sin más
lares serenos de exilio voluntario, lugares donde depositar el cuerpo
y el alma, donde desaparecer dentro, ínsulas en mitad de la nada,
que permiten el recogimiento con uno mismo (quizás ellos mismos sean
la nada en medio del todo).
Así,
estos cautos parajes, paradisíacas metáforas, evocan la
irremediable minimización del cansado ser, su descanso merecido en
la praxis del no-pensamiento, en la voluntariedad del no-ser, en la
transfiguración en la totalidad y a la vez en la nada:
…ahora
que mis pies se encuentran enterrados en la caliente arena del
desierto, cierro los ojos. No necesito ver más. Mi deseo es sentir
el débil paso del aire fresco entre las finas hojas de las palmeras.
Del
Poemario Extraño. Rafael Romero, 1997.
He
aquí, que en lo simbólico de mi obra, aparece nuevamente lo
metafórico como objeto de conocimiento. Estos paisajes, no se
extrañan ni de la existencia ni de la finitud de esta, ya que estos
desconocen el ansia de trascendencia y resultarán sin más un
efímero episodio de lo finito, un suspiro como el hombre en la noche
de los tiempos.
Esta sensación poética,
apetencia vigente, necesidad actual de descanso personal, deviene
pues territorio esperanzador, pues lo que florece en estos momentos
de mi vida es lo extremadamente simple. Así estos paisajes pintados
son sin más territorios esperanzadores para el desasosiego (quizás
lo que se siente en estos parajes, en los que la naturaleza se
desnuda en sus elementos fundacionales (agua, aire, fuego y tierra),
no sea demasiado diferente de lo que se sienta en la trascendencia).
No en vano, un oasis resultó siempre el lugar donde reencontrar la
satisfacción del sentirse a salvo en la frescura ante la hostil
aridez del desierto, pero a la vez, un lugar donde quedarse para
siempre rehusando el cruzar de nuevo agrestes e infértiles
extensiones. Lugares en definitiva donde concluir la existencia.
Rafael
Romero.
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